Las composiciones actuales hacen
imposible que las personas salgan sin celular a la calle, es como
salir desnudos. Los adultos creen que pueden dominarlo y como el
adicto no paran de repetir: “lo dejo cuando quiero”, “sé
cuando parar”. Pero justamente como adictos, no pueden dejarlo.
Miles conducen sus autos mirando hacia abajo, se reúnen en las
plazas cada uno con su aparato, charlan en un restaurante revisando
los mensajes a cada segundo, las escenas se repiten día a día.
Las excusas son varias, pero todas
apuntan a lo mismo. No pueden tener ese aparato apagado en sus bolsos
hasta salir de la escuela. Paradójicamente pretenden que los
estudiantes que han nacido con esa tecnología y la llevan como a un
riñón o el intestino, la dejen a un lado, prescindan de ella para
prestar atención a sus clases. Pero los docentes, que estuvieron la
mitad de sus vidas sin esa mediación tecnológica con sus seres
queridos, creen tener el derecho de tenerlo encendido todo el tiempo
por si algo ocurre. ¿Cómo habrán podido superarlo nuestras madres
y padres cuando éramos chicos? ¿Acaso estarían pegados al viejo
teléfono fijo esperando que alguien llame? ¿O será que los
problemas de ansiedad, paranoia o inseguridad son fomentados pero no creados por
estos aparatos y se debería procurar mantener estos traumas alejados de los ámbitos laborales?
La pregunta debería ser: ¿cómo se
insertan las estrategias docentes en un mundo dominado por los
celulares y sus velocidades multidimensionales?, ¿cómo se capta la
atención-energía de aquellos capturados por sus flamantes
maravillas?
Impedir el uso del aparato lo
único que asegura es que la atención no podrá ser depositada en
ese aparato, pero nada asegura que se canalicen las energías hacia
la clase que despliega el docente, eso sólo puede ocurrir si el
flujo de deseo-motor-pensamiento que atraviesa el aula es detectado y
aprovechado. Lo más probable es que esto último vaya a suceder a
través del uso de esos gadgets “maléficos” y no mediante su
prohibición.
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